Algunas críticas al estatismo marxista

Esta recopilación de críticas posiblemente se amplie y reordene más adelante. Por ahora se divide en dos partes: «Teoría – Fundamentos» y «URSS». Se escoge la URSS como ejemplo más paradigmático y elogiado del estatismo marxista, a pesar de haber muchos otros casos.

El recopilatorio incluye aportaciones de Maurice Brinton, Abdullah Öcalan, Rosa Luxemburg, Takis Fotopoulos, Janet Biehl, Cornelius Castoriadis, Piotr Kropotkin, Mijaíl Bakunin, Ángel Pestaña, Gustav Landauer, Esteban Vidal, Carlos Taibo…

Las palabras en negrita las he destacado yo, las que no están en cursiva –lo estaban originalmente–, las destacan los autores.

Al final de todo hay algunos vídeos interesantes sobre el tema.

Pol Font, octubre de 2023

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Que la libertad sin el socialismo es el privilegio, la injusticia;
y que el socialismo sin la libertad es la esclavitud y la brutalidad.

(Mijaíl Bakunin)

Me cago en las vanguardias revolucionarias de todo el planeta.
(Subcomandante Marcos, carta-respuesta a ETA, 2003)

El Estado es un macroorganismo y como tal una de sus funciones primordiales es su autopreservación. Acceder a los mandos del Estado implica ascender al monte Olimpo y por fuerza de ello mismo dejar de ver a los hombres y mujeres que penan y se retuercen allá abajo.
(Antonio Turiel, «Si yo fuera presidente», 2018)

TEORÍA – FUNDAMENTOS

Takis Fotopoulos, filósofo y economista griego que elaboró una propuesta política que llamó «democracia inclusiva», escribe en 2002 en el ensayo «Estrategias de transición y el proyecto de la democracia inclusiva»:

La tradición marxista-leninista del socialismo estatista es un ejemplo clásico de estrategia orientada a una «revolución desde arriba» y pese a los intentos de los marxistas de hoy en día de diferenciar entre las estrategias de Marx y Lenin, de hecho, las semillas del totalitarismo leninista, que culminaron en el estalinismo, se pueden encontrar en el mismo pensamiento de Marx. Esto resulta obvio si se tienen en cuenta dos características cruciales del sistema teórico de Marx que fueron criticadas en primer lugar (aunque no de un modo sistemático y coherente) por Bakunin.

La primera de estas características de la estrategia marxista era la idea del «comunismo mediante el socialismo estatista» que implicaba la conquista del poder del Estado por parte de un proletariado victorioso y el establecimiento de un Estado proletario que conduciría finalmente a una sociedad comunista. Esto no sucedería antes de que el rápido desarrollo de las fuerzas productivas (que la socialización de las relaciones de producción desencadenaría) hubiera conducido a la abolición de la escasez, de la división del trabajo y a la desaparición del Estado. Sin embargo, como he intentado mostrar en otra ocasión (20), la abolición marxista de la escasez es en realidad un mito que depende de una definición objetiva de las «necesidades», que no es ni factible ni deseable y que puede ser utilizada por parte de aquellos que controlan la maquinaria estatal en una sociedad socialista para mantener indefinidamente el poder del Estado y las relaciones y estructuras de poder en general. Además, ¡es inconcebible que un Estado, que representa la personificación de la separación entre la política y la sociedad, aunque sea proletario, presida su propia abolición!

La segunda característica era el igualmente insostenible (21) intento marxista de convertir el proyecto socialista en una ciencia «objetiva» del cambio social. Esto podía conducir fácilmente, tal y como lo hizo en el caso de Lenin, a la necesidad de que la conciencia socialista llegara «desde el exterior». Esto se debe a que la conciencia científica surge independientemente del movimiento social que conduce al socialismo y por lo tanto debe ser introducida en el movimiento desde fuera. Sin embargo, para Marx, el problema (supuestamente) no existe, ya que la ciencia se considera como la unidad de la teoría y la práctica que no sólo interpreta la realidad sino que también pasa a ser parte de la fuerza que la cambia, una parte de la práctica, esto es, la determinación consciente de la configuración de la historia. En este sentido, la ciencia se identifica con el movimiento en sí mismo, que hace de esta doctrina la suya propia. Sin embargo, como han mostrado diversos escritores marxistas (22), el marxismo se transforma entonces en teología. En otras palabras, para que el marxismo mantenga su carácter «científico» debería ver la práctica no como creadora de verdad sino meramente como la que determina la aparición de la misma y en este caso sin embargo, se ha de suponer que la conciencia científica surge independientemente del movimiento social que conduce al socialismo y debe introducirse en este movimiento desde fuera. Pero entonces, tal y como señala Kolakowski (23), «no hay motivo para no sacar de este estado de cosas las mismas conclusiones que sacó Lenin».

(…) La historia ha confirmado que esta estrategia sólo puede conducir a nuevas estructuras jerárquicas, puesto que la vanguardia de la clase trabajadora se convierte al final en la nueva élite dirigente (28). Esta fue la lección principal del colapso del «socialismo real» que ha mostrado claramente que si la revolución es organizada por una minoría, y después su programa es llevado a cabo por la misma, ésta acabará ineludiblemente dando lugar a nuevas estructuras jerárquicas y no a una sociedad donde se haya abolido la concentración de poder. De hecho, la combinación entre la conversión marxista del proyecto socialista en una ciencia «objetiva» y la estrategia leninista de organizar la vanguardia en base a un «centralismo democrático» (un principio que aseguraba el poder de una pequeña élite del partido sobre todo el movimiento) resultó ser letal, puesto que contribuyó decididamente al establecimiento de nuevas estructuras jerárquicas, inicialmente, en el movimiento socialista, y luego en toda la sociedad. Por supuesto, es un hecho histórico bien conocido que tanto en los movimientos marxistas pre-revolucionarios, como en los gobiernos posrevolucionarios, la justificación de la concentración de poder en manos de la élite del partido se basaba en el «hecho» de que sólo ella «sabía» cómo interpretar la historia y emprender la acción apropiada para acelerar el proceso histórico hacia el socialismo. No es sorprendente que la base de las nuevas estructuras jerárquicas fuera la división social creada entre la vanguardia, la única que estaba en una posición objetiva para conducir el movimiento (debido a su conocimiento de la verdad «científica» que encarnaba el marxismo) y las «masas».

El mismo autor, en el apartado «La concepción marxista-leninista de la democracia» de su obra «Crisis multidimensional y democracia inclusiva», 2005:

Se podría argumentar que, a pesar de las apariencias de lo contrario, esta también es una concepción estatista de la democracia. Esto se debe a que, en esta concepción, la democracia no se diferencia del Estado durante todo el periodo histórico que separa el capitalismo del comunismo, es decir, durante todo el periodo que se denomina el «reino de la necesidad» cuando la escasez da lugar a los antagonismos de clase que hacen inevitables las dictaduras de clase de un tipo u otro. Según Marx, el socialismo simplemente reemplazará la dictadura de una clase, la burguesía, por la de otra, el proletariado (233). Lenin fue aún más explícito:

«La democracia también es un Estado y, por consiguiente, la democracia también desaparecerá cuando desaparezca el Estado. Sólo la revolución puede “abolir” el Estado burgués. El Estado en general, es decir, la democracia más completa, sólo puede “extinguirse” (234) (…) entonces la sociedad no tendrá ninguna necesidad de regular la cantidad de productos que cada uno debe recibir; cada uno tomará libremente según sus necesidades» (235).

(…) Por lo tanto, la etapa comunista de la posescasez es en realidad una situación mítica, puesto que es evidente que el nivel de desarrollo de las fuerzas productivas que se requiere para que toda la población de la Tierra alcance la abundancia material hace por lo menos dudoso que se pudiera llegar a tal etapa sin graves repercusiones para el medio ambiente. A menos, por supuesto, que las «necesidades» y la «abundancia material» se definan de forma democrática (y no «objetivamente») en consonancia con el equilibrio ecológico –un proceso que presupone una democracia económica–.

(…) En conclusión, no hay condiciones materiales previas de la libertad. La entrada al reino de la libertad no depende de ningún factor «objetivo», como la llegada del mítico estado de abundancia material. Por lo tanto, ni el capitalismo ni el comunismo constituyen condiciones previas históricas para entrar en el reino de la libertad.

Abdullah Öcalan, líder del movimiento kurdo por el confederalismo democrático y ex-marxista, defiende en el «Manifesto of the Democratic Civilization. Volume III: The Sociology of Freedom», publicado en 2009, en el apartado «The Legacy of Real Socialism»:

Parecía que se opusieron principalmente a los monopolios privados sin criticar el capitalismo de Estado, ya fuera en términos de poder o de monopolio de capital, llegando a un análisis superficial del poder y del Estado. Estos movimientos tenían una fe profunda en su capacidad para construir el socialismo si podían tomar el Estado y pasar a ser el poder dominante. (…) Incluso interpretaron la democracia como la dictadura de una de las dos clases (la burguesía o el proletariado). Desarrollaron un análisis muy superficial del capitalismo como resultado de su confianza en la Economía Política inglesa.

(…) No analizaron el poder en general, ni el Estado-Nación en particular, y concebían al Estado-Nación como una suma de comisiones que gestionaban los asuntos de la burguesía. El defecto más importante de su teoría fue la incapacidad de ver que el poder, en particular el Estado-Nación, era la forma más concentrada de capitalismo monopolista. Su análisis no era más que una afirmación del Estado-Nación. Estaban seguros de que el socialismo se construiría de la mejor manera a través de un Estado-Nación. No solo fueron incapaces de superar el análisis de Hegel sobre el Estado, sino que estaban seguros de que si podían apoderarse del Estado lo podrían utilizar para llevar a cabo todo tipo de ajustes y establecer la libertad y la igualdad. La relación entre socialismo y democracia es una de las cuestiones más importantes que abordaron de una manera más superficial e incorrecta. Las revoluciones rusa y china se desarrollaron utilizando esta perspectiva. Otras aplicaciones del poder desde perspectivas de liberación nacional o socialdemócratas fracasaron en el intento de producir alguna cosa distinta. La única cosa que les distinguía del capitalismo privado era su preferencia por el capitalismo estatal, como su uso del poder claramente muestra.

(…) Una perspectiva metodológica positivista, universalista y de progreso lineal con relación a la naturaleza social condujo a una concepción del socialismo como inevitable y una cuestión de tiempo. La escatología de los libros sagrados se reflejaba en cierta manera como socialismo. Las sociedades se representaron como modelos que se desarrollaban linealmente, desde la sociedad primitiva a la esclavista, del feudalismo al capitalismo para llegar finalmente al socialismo. Aquí está en juego una especie de fatalismo. En la raíz de estas concepciones dogmáticas, que nos han afectado a todos profundamente, había un fatalismo religioso y la creencia en el apocalipsis. La comprensión de esto llegó demasiado tarde. No fueron capaces de ver que la naturaleza social tiene esencialmente un carácter moral y político, y que los sistemas de la civilización erosionaron estos componentes, sustituyéndolos por las normas vulgares de la ley y la administración estatal. La modernidad capitalista ha desarrollado este proceso a una profundidad y amplitud ilimitadas, resultando en una crisis económica y social, así como una crisis del poder y del Estado. No vieron que lo correcto, bueno y bello es un sistema democrático confederal que asegure completamente el carácter moral y político de la sociedad y, para avanzar hacia aquí, hay que basarse en la política democrática.

Cornelius Castoriadis, filósofo y fundador en los años 40 del grupo Socialisme ou barbarie, escribe en 1975 en «La institución imaginaria de la sociedad», en el capítulo «Marxismo y teoría revolucionaria»:

Haciendo del marxismo la ideología efectiva de la burocracia, la evolución histórica vació de todo sentido la cuestión de saber si una corrección, una reforma, una revisión, un enderezamiento podrían restituir al marxismo su carácter del comienzo y hacer de nuevo con él una teoría revolucionaria. Pues la historia hace ver en los hechos lo que el análisis teórico muestra, por su parte, en las ideas: que el sistema marxista participa de la cultura capitalista, en el sentido más general del término, y que es, pues, absurdo querer hacer de él el instrumento de la revolución. Esto vale absolutamente para el marxismo tomado como sistema, como todo. Es cierto que el sistema no es completamente coherente; que se encontrarán a menudo, en el Marx de la madurez o en sus herederos, unas ideas y unas formulaciones que continúan la inspiración realmente revolucionaria y nueva del comienzo. Pero, o bien se toman estas ideas en serio y hacen estallar el sistema, o bien nos atenemos a este último, y entonces esas bellas fórmulas se convierten en ornamentos que no sirven más que para justificar la indignación de las almas bellas del marxismo no oficial contra el marxismo «vulgar» o estaliniano.

El anarquista ruso Mijaíl Bakunin escribió en 1873 en «Estatismo y anarquía»:

Donde existe el Estado existe inevitablemente la dominación, por consiguiente la esclavitud; el Estado sin la esclavitud –abierta o enmascarada– es imposible: es la razón por la cual somos enemigos del Estado.

¿Qué significa «el proletariado elevado al rango de clase dominante»? ¿Sería el proletariado entero el que se pondrá a la cabeza del gobierno? Hay aproximadamente unos 40 millones de alemanes. ¿Se imagina uno a todos esos 40 millones miembros del gobierno? El pueblo entero gobernará y no habrá gobernados. Pero entonces no habrá gobierno, no habría Estado; mientras que si hay Estado habrá gobernados, habrá esclavos.

Este dilema se resuelve fácilmente en la teoría marxista. Entienden, por gobierno del pueblo, un gobierno de un pequeño número de representantes elegidos por el pueblo. El sufragio universal –el derecho de elección por todo el pueblo de los representantes del pueblo y de los gerentes del Estado–, tal es la última palabra de los marxistas lo mismo que de la minoría dominante, tanto más peligrosa cuanto que aparece como la expresión de la llamada voluntad del pueblo.

Así, pues, desde cualquier parte que se examine esta cuestión, se llega siempre al mismo triste resultado, al gobierno de la inmensa mayoría de las masas del pueblo por la minoría privilegiada. Pero esa minoría, nos dicen los marxistas, será compuesta de trabajadores. Sí, de antiguos trabajadores, quizá, pero que en cuanto se conviertan en gobernantes o representantes del pueblo cesarán de ser trabajadores y considerarán el mundo trabajador desde su altura estatista; no representarán ya desde entonces al pueblo, sino a sí mismos y a sus pretensiones de querer gobernar al pueblo. El que quiera dudar de ello no sabe nada de la naturaleza humana.

Pero esos elegidos serán convencidos ardientes y además socialistas científicos. Esta palabra «socialistas científicos», que se encuentra incesantemente en las obras y discursos de los lassallianos y de los marxistas, prueban por sí mismas que el llamado Estado del pueblo no será más que una administración bastante despótica de las masas del pueblo por una aristocracia nueva y muy poco numerosa de los verdaderos y pseudosabios. El pueblo no es sabio, por tanto será enteramente eximido de las preocupaciones gubernamentales y será globalmente incluido en el rebaño administrado. ¡Hermosa liberación!

Los marxistas se dan cuenta de esa contradicción, y reconociendo que un gobierno de sabios –el más pesado, el más ultrajante y el más despreciable del mundo– será, a pesar de todas las formas democráticas, una verdadera dictadura, se consuelan con el pensamiento que esa dictadura será provisoria y corta. Dicen que su sola preocupación y su solo objetivo será educar y elevar al pueblo, tanto desde el punto de vista económico como del político, a un nivel tal que todo gobierno se vuelva pronto superfluo, y el Estado, perdiendo todo su carácter político, es decir, de dominación, se transformará en una organización absolutamente libre de los intereses económicos de las comunas.

Tenemos aquí una contradicción flagrante. Si el Estado fuera verdaderamente popular, ¿qué necesidad hay de abolirlo? Y si el gobierno del pueblo es indispensable para la emancipación real del pueblo, ¿cómo es que se atreven a llamarlo popular? Por nuestra polémica contra ellos les hemos hecho confesar que la libertad o la anarquía, es decir, la organización libre de las masas laboriosas de abajo a arriba, es el objetivo final del desenvolvimiento social y que todo Estado, sin exceptuar su Estado popular, es un yugo que, por una parte, engendra el despotismo y, por la otra, la esclavitud.

Dicen que tal dictadura-yugo estatista es un medio transitorio inevitable para poder alcanzar la emancipación integral del pueblo: anarquía o libertad, es el objetivo; Estado o dictadura, es el medio. Así, pues, con el fin de emancipar las masas laboriosas es preciso ante todo subyugarlas.

Sobre esa contradicción se ha detenido por el momento nuestra polémica. Ellos afirman que sólo la dictadura –la suya, evidentemente– puede crear la voluntad del pueblo; respondemos que ninguna dictadura puede tener otro objeto que su propia perpetuación y que no es capaz de engendrar y desarrollar en el pueblo que la soporta más que la esclavitud; la libertad no puede ser creada más que por la libertad, es decir, por la rebelión del pueblo y por la organización libre de las masas laboriosas de abajo a arriba.

El Doctor en Ciencias Políticas y politólogo Esteban Vidal escribió en 2018 en «Liberalismo y marxismo: Dos caras de la misma moneda»:

Actualmente todavía persiste una idea muy equivocada acerca de la relación entre economía y política, de tal modo que la segunda es considerada una derivación de la primera, una especie de epifenómeno que es reducido a categorías económicas y en último término dinerarias. La imagen que desde esa perspectiva es dibujada representa el juego político como un mundo dominado por mercados, empresas y bancos que operan a escala mundial y que dan órdenes a los Estados y sus respectivos gobiernos. La economía, entonces, es soberana y con ella los actores antes mencionados al ser los que en teoría la controlan. De todo esto se deduce que el Estado no es otra cosa que una institución que se encarga exclusivamente de velar por los intereses de los empresarios y banqueros, y que el capitalismo como tal se explica únicamente como un sistema socioeconómico cuya única y principal finalidad es la acumulación ilimitada de riquezas por dicha minoría social. El Estado únicamente se ocupa de proteger a dicha minoría para garantizar ese proceso de acumulación, y nada más. Se trata de una perspectiva del Estado y de la relación economía-política que es al mismo tiempo muy liberal y muy marxista.

Pero lo cierto es que las cosas no funcionan como las ideologías, sobre todo algunas ideologías, pretenden. La economía no es ni mucho menos una realidad central y soberana, sino que por el contrario ocupa un lugar subordinado a factores extraeconómicos dentro de un orden más amplio, lo que la convierte en un instrumento y no en un fin en sí mismo. Más bien son determinadas ideologías las que confieren a la economía un papel central en la vida social y política, lo que hace que representen el mundo de un modo en el que lo importante es el dinero, el desarrollo y el crecimiento económicos. Ideologías que, en definitiva, manejan una escala de valores en la que el dinero es un bien supremo porque tienen una concepción burguesa del mundo en la que todo se reduce a dinero y cifras económicas. Como consecuencia de esto todos los esfuerzos convergen en el logro del máximo desarrollo de las fuerzas productivas para conseguir, a su vez, el acaparamiento ilimitado de riquezas como parte de esa obsesión burguesa y decadente de acumular posesiones materiales. El Estado simplemente es el marco general dirigido a hacer posible esa utopía burguesa que es la construcción de una sociedad de consumo máximo e infinitos goces materiales.

Sin embargo, los hechos son muy tozudos y manifiestan una realidad bien distinta de la que las ideologías representan con sus discursos. Así, por ejemplo, cabe destacar una serie de cuestiones decisivas para comprender la posición real que ocupa la economía capitalista en la vida social y política de un país. La primera de todas ellas es que las empresas y bancos dependen del Estado. Sin su protección en la forma de leyes y aparatos represivos del Estado que garantizan la propiedad privada y consecuentemente la acumulación de beneficios no son nada. Sin policía, tribunales, cárceles, burocracia, leyes, etc., el capitalismo no funciona porque su orden social y la estructura de intereses dominante se viene abajo, pues los medios coercitivos son los que fuerzan a la población a someterse a dicho orden social y a trabajar de acuerdo a la forma capitalista de producción. De lo que se deduce que si el capitalismo depende del Estado es imposible que dé órdenes a este último. Asimismo, no es posible el capitalismo sin Estado de igual forma que el Estado es muy anterior al capitalismo. El Estado es, pues, una institución autónoma, por lo que no recibe órdenes sino que las da.

El Estado crea y desarrolla el capitalismo al instituir el interés individual como factor de desarrollo social y económico que moviliza los recursos disponibles en un país. De aquí se deriva el interés del Estado en proteger y favorecer el capitalismo, pues constituye una forma de producción que, al estar impulsada por la búsqueda del máximo beneficio y la acumulación ilimitada de riquezas, provoca el crecimiento económico, lo que se traduce, a su vez, en un aumento de la base tributaria que incrementa drástica y significativamente los ingresos del Estado. El desarrollo de medios de dominación más grandes y caros exige una creciente extracción de recursos en la sociedad, de manera que la forma capitalista de producción es la que, al estar movida por el interés individual, genera el crecimiento y desarrollo económico que permite al Estado costear sus instrumentos de dominación. Por tanto, el Estado protege al capitalismo y a la clase capitalista porque le resulta muy conveniente, y no porque reciba órdenes de estos últimos. Por decirlo de alguna manera el Estado se sirve del capitalismo para conseguir sus propios objetivos, que son garantizar su supervivencia y proteger sus intereses tanto a nivel interno como en el plano internacional.

(…) No olvidemos que el marxismo pretende elevar a la clase obrera a las condiciones de vida material y consumo de la burguesía. Las diferencias entre liberalismo y marxismo residen únicamente en los procedimientos para lograr dichos fines, por lo que su conflicto es entre sistemas económicos técnicamente considerados. Mientras el liberalismo es partidario del mercado y de las relaciones sociales organizadas en torno a este, el marxismo, por el contrario, aboga por la dirección centralizada a cargo del Estado. En suma, se trata de dos variantes distintas del capitalismo: por un lado el capitalismo de mercado propugnado por el liberalismo, y por otro lado el capitalismo de Estado propugnado por el marxismo. Ninguno de ellos cuestiona el sistema de dominación inherente a las relaciones de explotación económica y de opresión política consustanciales a la existencia del Estado, y por lo tanto tampoco cuestionan la convivencia social forzada que esta institución impone.

En relación con las críticas de Öcalan y Vidal respecto a una concepción equivocada sobre el Estado por parte del marxismo, podemos encontrar en el «Manifiesto del Partido Comunista» de Karl Marx y Friedrich Engels, publicado en 1848:

Hoy, el Poder público viene a ser, pura y simplemente, el Consejo de administración que rige los intereses colectivos de la clase burguesa.

Gustav Landauer, filósofo y teórico anarquista alemán, escribe en su «Llamamiento al socialismo» publicado en 1911:

Es cierto, uno se resiste ante un absurdo tan ejemplar, pero esa es indudablemente la verdadera opinión de Karl Marx: el capitalismo desarrolla enteramente al socialismo a partir de sí mismo; el modo socialista de producción «florece» a partir del capitalismo; ya tenemos la cooperación, ya estamos por lo menos en el camino de la propiedad común de la tierra y de los medios de producción; finalmente no hace falta más que expulsar al par de propietarios que queden todavía. Todo lo demás ha florecido a partir del capitalismo. Pues el capitalismo, que es el progreso, que es la sociedad, es también el socialismo. El verdadero enemigo son «las clases medias, los pequeños industriales, el pequeño comerciante, el artesano, el campesino». Pues esos trabajan por sí mismos y tienen, a lo sumo, un par de ayudantes y de aprendices. Esa es la chapuza, la empresa enana; pero el capitalismo es la uniformidad, el trabajo de millares en un solo lugar, el trabajo para el mercado mundial, y eso es la producción social y el socialismo.

Esa es la verdadera doctrina de Marx: cuando el capitalismo ha vencido enteramente sobre los restos de la Edad Media, el progreso queda sellado y el socialismo está, por decirlo así, ya ahí. ¿No es significativo, desde el punto de vista simbólico, que la obra básica del marxismo, la biblia de esa especie de socialismo, se llame «El Capital»? A ese socialismo capitalista oponemos nuestro socialismo y decimos: el socialismo, la cultura y la unión, el intercambio justo y el trabajo alegre, la sociedad de sociedades sólo podrá venir cuando despierte un espíritu, un espíritu como el que han conocido el periodo cristiano y el periodo precristiano de los pueblos germánicos, y cuando ese espíritu termine con la incultura, la disolución y la ruina, que, hablando económicamente, se llama capitalismo.

URSS

La revolucionaria marxista alemana Rosa Luxemburgo, fundadora de la Liga Espartaquista, escribe en «La revolución rusa» en 1918, cuando los bolcheviques llevaban solo un año en el poder:

Lenin dice que el Estado burgués es un instrumento para la opresión de la clase obrera y el Estado socialista un instrumento de opresión de la burguesía. Este último sería simplemente el Estado capitalista invertido y puesto de cabeza. Esta concepción simplista olvida lo esencial: el dominio de la clase burguesa no tenía necesidad de una instrucción y de una educación política de las masas populares, por lo menos más allá de ciertos límites muy estrechos. Para la dictadura proletaria, en cambio, ambas cosas constituyen el elemento vital, el aire, sin el cual no podría subsistir.

«Es en la lucha abierta e inmediata por el poder de gobierno donde, en el plazo más breve, las masas trabajadoras amontonan la mayor cantidad de experiencia política y ascienden con la máxima rapidez en su desarrollo, de escalón en escalón.» Aquí Trotski se contradice a sí mismo y a sus propios amigos en el partido. Precisamente por ser cierto lo anterior, al suprimir la vida pública los bolcheviques han cegado la fuente de la experiencia política y la ascensión del desarrollo.

(…) La libertad que se concede únicamente a los partidarios del gobierno y a los miembros del partido, por numerosos que sean éstos, no es libertad. La libertad es solamente libertad para los que piensan de otro modo. Y no precisamente a causa del fanatismo de la «justicia», sino debido a que todo lo que hay de enriquecedor, de saludable y de purificador en la libertad política, depende de ello y su eficacia desaparece cuando la “libertad” se convierte en un privilegio.

(…) La teoría de la dictadura en Lenin y Trotski parte de un presupuesto tácito, según el cual la revolución socialista es cosa que ha de hacerse mediante una receta que tiene preparada el partido de la revolución; éste no tiene más que aplicarla enérgicamente.

(…) Pero Lenin se equivoca por completo en la elección de medios. Los decretos, el poder dictatorial de los capataces en las fábricas, los castigos draconianos, el dominio del terror, todo esto no son más que paliativos. La única posibilidad de un renacimiento reside en la escuela de la propia vida pública, en la democracia más amplia y más ilimitada, en la opinión pública. Lo único que hace el terror es desmoralizar.

(…) Lenin y Trotski han sustituido las instituciones representativas, surgidas del sufragio popular universal, por los soviets, como única representación auténtica de las masas trabajadoras. Pero al sofocarse la vida política en todo el país, también la vida en los soviets tiene que resultar paralizada. Sin sufragio universal, libertad ilimitada de prensa y de reunión y sin contraste libre de opiniones, se extingue la vida de toda institución pública, se convierte en una vida aparente, en la que la burocracia queda como único elemento activo. Al ir entumeciéndose la vida pública, todo lo dirigen y gobiernan unas docenas de jefes del partido, dotados de una energía inagotable y un idealismo sin límites; la dirección entre ellos, en realidad, corresponde a una docena de inteligencias superiores; de vez en cuando se convoca a una asamblea a una minoría selecta de los trabajadores, para que aplauda los discursos de los dirigentes, apruebe por unanimidad las resoluciones presentadas. En definitiva, una camarilla, una dictadura, ciertamente, pero no la del proletariado, sino una dictadura de un puñado de políticos, o sea, una dictadura en el sentido burgués, en el sentido del jacobinismo.

Maurice Brinton, en el indispensable estudio publicado en 1970 «Los bolcheviques y el control obrero, 1917-1921. El Estado y la contrarrevolución», explica:

Los acontecimientos que hemos relatado en este libro muestran con creces que hay un vínculo claro e innegable, en el terreno de la «política del trabajo», entre lo ocurrido en la época de Lenin y de Trotski y la realidad estalinista ulterior. Sabemos que a muchos elementos de la izquierda revolucionaria esa afirmación les resultará «difícil de tragar». Estamos convencidos, sin embargo, de que es la única conclusión que pueda sacarse de un examen honesto de los hechos. Cuanto más se rebusca en ese periodo, más difícil resulta medir –o hasta percibir– ese famoso «abismo» que, por lo visto, separa la época de Lenin de lo ocurrido después.

(…) Lenin dirá en el XI Congreso, en 1922, que «la concentración de todo el poder en las fábricas en manos de la dirección es absolutamente indispensable […] Toda intervención directa de los sindicatos en la administración de las empresas, en estas condiciones, debe considerarse, indudablemente, nociva e inadmisible.» (Resoluciones, I, p. 607, 610.612.).

(…) Lenin se vanaglorió públicamente en ese Congreso de haber sido partidario de la gestión por un solo hombre desde el primer momento. Afirmó que, en 1918, «había señalado la necesidad de admitir la autoridad dictatorial de individuos aislados si se quería realizar el ideal soviético» (55), que en aquel momento «no había la menor divergencia sobre el problema [la «dirección por un solo hombre»]».

(…) «El marxismo nos enseña […] –dijo Lenin– que sólo el partido político de la clase obrera, es decir, el Partido Comunista, está en condiciones de agrupar, educar y organizar a la vanguardia del proletariado y de todas las masas trabajadoras, la única vanguardia capaz de […] dirigir todo el conjunto de las actividades de todo el proletariado, esto es, dirigirlo políticamente y a través de él dirigir a todas las masas trabajadoras. Sin esto la dictadura del proletariado es irrealizable» (26). Desde luego, «el marxismo» podía haberle enseñado también otras cosas: que «la emancipación de la clase obrera debe ser obra de la clase obrera misma» (27) y que «los comunistas no forman un partido aparte, opuesto a los otros partidos obreros» (28), por ejemplo.

La estadounidense Janet Biehl escribe en 2015 en «Ecología o catástrofe. La vida de Murray Bookchin»:

Durante el fermento revolucionario de 1917 en Rusia, los trabajadores se organizaron de manera autónoma en consejos relativamente democráticos dentro de las fábricas, llamados sóviets, que los bolcheviques fingieron promover y así se ganaron el favor de los trabajadores. El apoyo que les dieron supuso su trampolín al poder. Pero, una vez conquistado el poder en Rusia, suprimieron la disidencia y transformaron los sóviets en instrumentos del gobierno vertical, de arriba a abajo.

El escritor y profesor de Ciencia Política Carlos Taibo escribe en 2022 en «Marx y Rusia. Un ensayo sobre el Marx tardío», en el capítulo «El experimento bolchevique»:

Porque son muchos los argumentos que invitan a concluir que Lenin se inclinó por abrazar una interpretación acrítica, mecánica y determinista de las teorizaciones del Marx maduro. (…) En un marco de manifiesta idolatría del desarrollo de las fuerzas productivas, la comuna rural quedó en el olvido, cuando no fue reprimida con saña, al calor de la defensa de una forma de capitalismo de Estado.

(…) El partido, el Estado y la burocracia dirigente se ofrecieron como sustitutos de la democracia liberal y de la burguesía correspondiente. Acabaron también con la comuna rural y, al poco, con los soviets como instancias autónomas, e hicieron lo propio, a la postre, con la perspectiva de una revolución social. Al amparo de lo anterior se asentó una ideología de partido y de Estado que, esclerotizada, se volcó al servicio de una nueva dominación. Y se ratificó un escenario en el que los expertos, los savants –ahí está el «socialismo de los intelectuales» de Machajski– se encargaban de liberar al pueblo gracias a su conocimiento superior e inaccesible. Con el marxismo convertido en una prosaica ideología del desarrollo de las fuerzas productivas (275), lo que cobró cuerpo fue una rara avis, muy alejada de lo que Marx entendía por socialismo y más próxima de lo que parece, merced al trabajo asalariado, a la mercancía y a la explotación, al capitalismo liberal.

El geógrafo y anarquista ruso Piotr Kropotkin escribió en su carta a Lenin del 4 de marzo de 1920:

Aún si la dictadura del proletariado fuera un medio apropiado para enfrentar y poder derruir al sistema capitalista, lo que yo dudo profundamente, es definitivamente negativo, inadecuado para la creación de un nuevo sistema socialista. Lo que si es necesario son instituciones locales, fuerzas locales; pero no las hay, por ninguna parte. En vez de eso, dondequiera que uno voltea la cabeza hay gente que nunca ha sabido nada de la vida real, que está cometiendo los más graves errores por los que se ha pagado un precio de miles de vidas y la ruina de distritos enteros.

Sin la participación de fuerzas locales, sin una organización desde abajo de los campesinos y de los trabajadores por ellos mismos, es imposible el construir una nueva vida.

Pareció que los soviets iban a servir precisamente para cumplir esta función de crear una organización desde abajo. Pero Rusia se ha convertido en una República Soviética sólo de nombre.

El mismo autor también escribió meses después en su carta a Lenin del 21 de diciembre de 1920:

Aún los reyes y los papas han rechazado tan bárbaro método de autodefensa como lo es el de tomar rehenes. ¡Cómo pueden los apóstoles de una nueva vida, y los arquitectos de un nuevo orden social dotarse de tales medios de defensa contra sus enemigos! ¿Tendrá que considerarse ésto como un signo de que ustedes consideran su experimento comunista fallido y que no están salvando tanto a ese sistema tan querido para ustedes, sino salvándose ustedes mismos?

El anarcosindicalista Ángel Pestaña fue enviado por la CNT a visitar la URSS en 1920 y escribió «Setenta días en Rusia», una larga obra de dos volúmenes que terminó en 1929, en la que relata muchos detalles de su visita:

El de Gordin es un caso curioso de cómo entienden la libertad los bolcheviques y de lo que significa el régimen de los Soviets en sus manos. Obreros de una fábrica de municiones, al verificarse la elección de delegados para el Soviet de la barriada a que pertenecía la fábrica, a pesar de que los comunistas hicieron siempre lista cerrada para delegados de Soviet y no admitieron la supresión de ninguno de sus candidatos, los obreros de la fábrica en que trabajaba Gordin suprimieron un comunista y colocaron a aquél.

Cuando al hacer el escrutinio en la oficina del Soviet, se vio que había sido suprimido un comunista y elegido a Gordin, se le puso el veto y se anuló la elección, para él sólo, no para los comunistas que habían sido elegidos en la misma lista.

Como con arreglo al número de votantes y de votos que requería alcanzar un candidato, a la fábrica aquella correspondía un delegado, se verificó una nueva elección. El resultado, en la segunda, fue el mismo que en la primera. Gordin salió elegido.

Nueva anulación y nueva elección. Era ya la tercera. Pero tampoco esta vez se salieron con la suya los comunistas bolcheviques. El escrutinio dio una mayoría casi absoluta a Gordin. Entonces, los bolcheviques, respetuosos con la voluntad de los trabajadores y la dictadura del proletariado (?), anularon la elección, metiendo en la cárcel a Gordin y acordaron que, por el momento, quedara aquella fábrica sin representación en el Soviet de la barriada.

Debemos ratificar aquí lo que ya alguien, escribiendo de Rusia, ha manifestado: que toda elección para el Soviet, se hacía a presencia y bajo el más riguroso control de la Tcheka, lo que no era para inspirar ideas de independencia y respeto a la voluntad de los votantes.

El anarcosindicalista ruso Volin en «La revolución desconocida» (1947) también hace una crítica que hay que leer, donde expone la represión de Lenin y Trotski y casos como el de la Rebelión de Kronstadt y la Revolución Makhnovista. También son interesantes trabajos como «En el país de la mentira desconcertante» de Ante Ciliga (1938) y «La Comuna de Cronstadt» de Ida Mett (1938).

El estatismo marxista llevado a la práctica a menudo recuerda de manera siniestra al estatismo de Benito Mussolini, según lo describía el Duce italiano en «El espíritu de la revolución fascista»:

En mi concepto, en la concepción del Fascismo, todo está en el Estado, nada fuera del Estado, y, sobre todo, nada contra el Estado. Hoy nosotros vamos a disciplinar todas las fuerzas de la industria, todas las fuerzas de la Banca, todas las fuerzas del trabajo.

Con la experiencia de la URSS a las espaldas –y tantas otras–, sorprende que haya personas que reivindiquen un «Estado socialista», un «Estado-Comuna» –actualmente en Venezuela el «Estado comunal» es sin duda una farsa– o una «dictadura del proletariado» como proyectos emancipadores, especialmente cuando lo hacen sin dar demasiadas explicaciones respecto a las experiencias pasadas, manteniendo cierta idolatría hacia personajes como Lenin…

También sorprende que haya quien reivindica –desde posicionamientos supuestamente favorables a la justicia y la emancipación humana– frases de Marx como «cuando llegue nuestro turno, no pondremos excusas para el terror». Que, si ya en su momento esta frase apuntaba hacia un mala dirección, después de todas las experiencias de totalitarismo y represión estatal en nombre del marxismo –experiencias que el mismo Marx no llegó a conocer–, las personas que la reivindican generan muy poca confianza.

La democracia no se parece a la URSS, igual que no se parece a la «democracia representativa» de los Estados capitalistas liberales, ni a cualquier fórmula social basada en el dominio de una estructura estatal y en la concentración de poder en pocas manos. Las estructuras estatales y la concentración de poder en pocas manos implementan políticamente la dictadura, no la democracia.

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Un poco de humor:

Algunos vídeos interesantes:

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